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Lunes, 04 Agosto 2014 16:34

Dialogía Visual II, Víctor Lerma

Como el único arqueólogo invitado a emprender un reflexión conjunta sobre la exposición Dialogía Visual II, me corresponde responder a la pregunta: ¿Qué es una cala arqueológica? Es parte del proceso de remoción cuidadosa de los sedimentos y otros materiales que cubren un conjunto de evidencias sobre las actividades humanas que tuvieron lugar en el pasado, es decir, de la acción de retirar las capas que con el transcurrir de los años se fueron acumulando sobre un diversos objetos que fueron abandonados por un hombre o mujer, una pareja, una familia, o cualquier otro segmento social. Es una actividad que debe verificarse con precisión milimétrica, tanto así como un barco antiguo que navega en medio de una densa niebla, en donde cualquier giro equivocado de timón podría ocasionar una catástrofe; tanto así como la incisión de un cirujano, en donde cualquier cálculo erróneo podría llegar a afectar un órgano vital; tanto así como destruir los fragmentos de un mural, las líneas de una carta, o la esquina de un monumento, a través de los cuales se construye un relato, que puede presentar cierto contenido de verdad.

En la libreta de campo de cualquier arqueólogo siempre se encontrará repetida la frase: se trazaron una o varias calas, en otras palabras, se abrió una sucesión de pozos con la finalidad de escudriñar la década, el siglo o el milenio antecedentes. Se trata de hacer un corte en un atado de años y de descender, bajo todo tipo de sobresaltos, por una escalinata; en cada peldaño alguien depositó o ya no pudo llevar consigo alguna pertenencia, preciada o no, desde una moneda, hasta un ornamento personal, pasando por una firme creencia. Descritas así, podría pensarse que el foco de atención está en el fondo de la cala, justo en la superficie en donde reposan los vestigios, las reliquias, los objetos olvidados, las pertenencias extraviadas, las actividades permanentes, pero no es así, al adentrarse bajo el suelo, bajo el muro, o bajo cualquier otra realidad susceptible de una excavación arqueológica, se definen cortes o perfiles que para los efectos de la interpretación hacen las veces de las páginas de un diario personal, en donde la aproximación a una historia de vida es más sincera y por lo mismo más genuina.

Trazar calas en los muros de una casa es un ejercicio de doble aproximación a la intimidad: en primer lugar la de los constructores que un buen día arribaron al predio, y que de una manera conciente o inconsciente nos dejaron cajas de tiempo, como puede ser una noticia en la página de un periódico fragmentado, que, concluido el almuerzo, fue visto como el mejor aislante para un conducto de energía eléctrica; en segundo lugar, la de los ocupantes, los promotores de la obra arquitectónica. A partir de la recuperación de una paleta cromática es posible penetrar en las habitaciones más privadas: el estudio, el pequeño salón, la alcoba, recintos personales en donde se concibió la gran obra pública. A partir de un detalle sólo en apariencia menor como son los cambios de color de los muros, es posible definir los periodos de hartazgo y pasividad, los de plenitud y los de olvido, en ámbitos habitados y habitables que se niegan a permanecer constantes, hasta que un grupo de especialistas institucionales decide que la tonalidad que más gustaba al genio en cuestión debía ser esta o aquella y entonces la verdad queda cubierta por una delgada capa de “erudición biográfica”.

Fue durante sus repetidas visitas al Colegio de Cristo en la Ciudad de México antigua, cuando Víctor Lerma se topó con las calas arqueológicas que un arqueólogo anónimo dejó abiertas en los muy modificados recintos que delimitan al patio central. Reconoció en el misterio, la profundidad y la riqueza textural de esas aberturas, un concepto para su producción plástica; en la actividad cotidiana de dos jóvenes restauradores de carrera, Joana y Claudio, la minuciosidad de los copistas medievales; comparte con el estudioso de los objetos del pasado el poder de decisión que lleva a trazar el corte en el tiempo unos centímetros más arriba o abajo, unos metros más a la izquierda o a la derecha; y se reconoce como integrante del gremio de los masones, cuando define un recorrido propio a partir de la disposición de sus obras, de sus ventanas a la intimidad, en el espacio edificado propio y ajeno.

Al tiempo que se retiraban los delgados estratos, las capas de años, los ocupantes primigenios de las habitaciones más privadas de una casa en Polanco se hicieron presentes de una forma diferente a la de los títulos más referidos, y junto a ellos, inevitablemente, aparecieron los recuerdos del autor sobre los túneles de Tijuana; de la resistencia que muestran las cimbras que arman nuestros albañiles; y de las casas de madera que definen la forma de vida californiana. Víctor comprobó que se corre un riesgo al escuchar detrás de los muros: el eco siempre devuelve una parte de nuestra historia de vida. Sé de buena fuente, y no por la lectura de una libreta de campo, que Víctor Lerma suma al placer creativo, el del descubrimiento fortuito. Aunque me asalta la duda de ¿Si ese descubrimiento es sobre sí mismo o sobre los ocupantes de casas construidas con estructuras de tiempo?

Mesa redonda, jueves 12 de julio de 2007

Hugo A. Arciniega Ávila

Sala de Arte Público Sequeiros – Polanco, Ciudad de México

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