espacio

RUBÉN VALENCIA por Melquiades Herrera

Conocí a Rubén Valencia cuando éramos felices e indocumentados, como así se autodefinió García Márquez, durante un viaje de 15 días al sureste mexicano, patrocinado por la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP) a través de la clase de historia del arte del maestro Eduardo Parellón y la maestra Judith Puente.A diferencia de otros mentirosos a secas, comentaristas amargos y pesados, Rubén era un iconoclasta ingenioso. A los que todavía no desarrollaban el gusto de conocerlo, podía parecerles pesado, y según dicen, los sorprendía con mentiras como la que le asestó a Andrea di Castro, cuando al pasar en automóvil por la estación Taxqueña del metro, le dijo que qué le parecía la escultura geométrica que se levanta en la glorieta, ya que era obra que Rubén había concebido y hecho. Yo no tuve el privilegio de que Rubén me cuenteara de esa forma, pero entiendo que le gustara como propia, la "Espiga" de González Cortázar cuando estaba pintada de blando.

En una ocasión el maestro Félix Beltrán me sorprendió diciéndome que había sabido que Rubén Valencia había tratado de suicidarse; estupefacto, le dije que me parecía que Rubén era un hombre que no podría hacer eso, mas Félix reafirmó que Rubén había intentado suicidarse ahorcándose con un lazo, pero que no lo había logrado porque el hilo era muy delgado.

Rubén tenía el pelo chino y el rostro ligeramente alargado, usaba gafas que cuando se las quitaba para limpiarlas, sus ojos etrañaban el cambio y se distorsionaban de una manera raro, que al compararlo con la peluca ensortijada de Enrique Alonso "Cachirulo" me permitía regresar instantáneamente, para decirle a Rubén que si él no conocía al "Cachiruloco". La ocasión en que Rubén Valencia me dió pie para disfrutar la superficialidad más extrema, fue cuando él consiguió los dos tomos tabique sobre la obra de Leonardo Da Vinci y tuvo la gentileza de prestármelos unos pocos días; de la lectura que pergreñé supo de uno de los dibujos de disección anatómicas de Leonardo, donde se mostraba un corte horizontal del cerebro humano, aparecía una redecilla como de nervios o vasos sanuíneos extendida por toda la zona. Se trataba de un error anatómico que venía desee la época de Galeno, cuando las disecciones de cadáveres humanos no estaban permitidas, pero si se efectuaban en borregos, dando por hecho que los rasgos anatómicos de los bobinos se repetían en los hombres. Leonardo había transcrito el error de Galeno, dibujando "La Red Admirable" como la llamaron los antiguos. Comentando todo esto con Rubén, le dije que si se mandaba hacer un ultrasonido de su cabecita de hueso, era posible que su cerebro ostentara una red admirable, mientras mi gozo interno se regodeaba con el maravilloso mutismo de Rubén.

Había una broma privada, tan privada que hasta aquí doy a conocer; caracterizando a sus personajes, los Polivoces hacían que el hijo vanidoso le mesara los cabellos a su anciana madre, dándole "Champú de cariño", como ellos nombraban a ese roling gag. Las pocas veces que Rubén me permitió llevar mi mano sobre su pelo, antes de quitar la cabeza , mi cita no eran los polivoces, sino el saber que en los banquetes de la antigua Roma, los señores disponían del pelo de jóvenes esclavos para secarse las manos.

Antes que el Presidente de la República, y poco después un candidato a gobernador por el Estado de México, calificaran a los delincuentes como ratas malditas, la personificación de los Polivoces de un canalla representante sindical que humillaba a un inerme trabajador, hacía que éste le gritara a aquél: Rata inmunda. Por entonces estuvo en la cartelera cinematográfica la película: "Ben, la rata asesina". Para embromar a Rubén Valencia, sin venir al caso, lo apostrofé, de "rata sarnosa", entonces él estiró la mano haciéndome con forzada lentitud la señal de que me acercara, al tiempo que me dijo: -ven-. Seguí a Rubén porque en lugar de buscar desinteresadamente el disfrute de su amistad, en realidad me impulsaban mis instintos más mezquinos: mi ingenuidad creía en ese momento, que juntándome con Rubén, él haría que mi trabajo llegara al Museo de Arte Moderno; pero me decepcioné cuando comprendí que los padrinos o los amigos, no tienen ese poder, sino el trabajo que uno hace. De todas maneras, la amistad con Rubén valía la pena, porque era un show continuo, gozado en primera fila y sin pagar boleto.

Cuando caminábamos comiendo rábanos, por las banquetas, Rubén ejercía el arte inefable de meterme con el pie, una sutil zancadilla que no me tiraba, pero si me obligaba a dar el traspiés, siempre fue humillante para mí, porque nunca pude reaccionar para quitármela.

El espectáculo de cómicos y burlesque de la Carpa Colonial, por el rumbo de Garibaldi, presentaba un esquech con un cómico, panzón, canoso y enchamarrado, cuyo enrojecido rostro evocaba su afición de pulquero, que al entrar a escena una mujer vestida de traje regional, era recibida con un gesto gracioso de profundo desprecio por el cómico, quien exclamaba: "pinche vieja" y arrojaba un escupitajo al suelo, a manera de calurosa e inversa bienvenida; para mí y el público el efecto era de risa loca. En la realidad, una vez Rubén y yo caminábamos en la noche por el andén semi-vacío de una estación del Metro, cuando Rubén se percató de una pasajera que esperaba la llegada el tren, de pie cerca de la línea amarilla de seguridad, suspendió la plática al acercarnos donde estaba la mujer, y me dijo: -Vámonos, ahí está esa pinche vieja-. Debí haberme ruborizado bajo el embarazoso silencio de la estación, nos alejamos y entonces en medio de mi pena ajena, alcancé a decirle a Rubén Valencia: -Te oyó-.

Por su elegante e informal manera de vestir, a veces saludaba a Rubén diciéndole: -¡Cómo está, Arquitecto!-. Él me enseñó que el arte visual debía proyectar una imagen actual que no era el folclórico morralito; él me asesoró para escoger dos sacos decentes y modernistas en un gran almacén; con él aprendí a degustar la comida china y la japonesa; pero sobre todo me enseñó a contestarle a cualquiera que lo mereciera, aunque fuera el Presidente de la República. Por él y por Maris Bustamante, decidimos vivir de dar clases, pero también por él me vi obligado a dictar conferencias, cuando en un compromiso que urdimos conjuntamente, me dejó colgado. Habrá muchos artistas geométricos o conceptuales, pero sólo hubo un Rubén Valencia. México, D.F., octubre de 1999.