(Publicado originalmente en el libro Alzado Vectorial: Arquitectura Relacional No. 4 de Rafael Lozano-Hemmer (CNCA, 2002)
Alguna vez leí que el Zócalo, como comúnmente conocemos a la Plaza de la Constitución, adquirió su nombre gracias al arte. Se supone que hace muchas décadas, el gobierno convocó a un concurso para realizar un monumento para dicho espacio. Una vez seleccionado el ganador, parece que a las autoridades no les gustó la decisión del jurado y prefirieron postergar indefinidamente la construcción. Quizá hubo cambio de funcionarios y el proyecto se traspapeló en algún cajón. El hecho es que sólo se llegó a instalar el pedestal, la base, el zócalo de la escultura, que se convirtió en centro de reunión. La gente se acostumbró a decir: "Nos vemos en el zócalo".
Quizá la historia ni siquiera sea cierta, pero se siente verdadera porque ese espacio no ha dejado de ser un auténtico zócalo sobre el que podemos acomodar las realidades que ahí convergen. Puede ser un zócalo amargo, reflejo de la injusticia social que lo ha convertido en el hogar de manifestaciones y plantones. Furia y desesperanza. En más de una ocasión me ha tocado salir corriendo porque se desata la bronca entre los vendedores ambulantes y los granaderos o ver grupos nutridos de compatriotas que vienen, a veces a pie, de cualquier rincón del país a cientos de kilómetros y se plantan en el Zócalo buscando una respuesta a sus problemas que les fue imposible encontrar en sus propias comunidades. En este sentido el Zócalo, aunque está rodeado por el poder religioso con su frágil Catedral tan debilitada por los hundimientos del suelo, el del Estado representado por el Palacio Nacional o el de las clases altas con sus elegantes joyerías, es símbolo de la desigualdad y el centralismo que imperan a lo largo de la nación.
Pero a ese mismo Zócalo también llegan con sus propuestas y demandas las feministas, las organizaciones gay, grupos religiosos, los taxistas, los policías, los barrenderos, los punks, las enfermeras, los Zapatistas, los estudiantes o sus maestros y todos los partidos políticos. En el Zócalo, entre fuegos artificiales y huevazos de confeti, la masa celebra el grito de Independencia la noche de cada 15 de septiembre. Pero todas las noches, en ese espacio, los danzantes ejecutan incansables lo que algunos sincretizados llamamos "aerobics" aztecas, bailes prehispánicos que llevan a un estado de trance tanto a los practicantes como a los observadores: son grupos que difícilmente se doblarán ante la globalización ya que ni siquiera han aceptado la Conquista de los españoles de hace poco más de medio milenio. Ahí pasean los turistas de otros países que visitan los murales de Diego Rivera en Palacio Nacional, pero también confluyen todas las etnias del país. Y, el 6 de enero, ahí se reparte la rosca de Reyes más grande del mundo: pan y circo para 300,000 personas. Nunca faltan las parejitas, mamás jalando a sus críos, un trío de músicos invidentes caminando en hilera marcando el paso rítmicamente con sus bastones, vendedores, teporochos y hasta los conscriptos que sobre esa inhóspita plancha gris juran lealtad a la patria. El Zócalo es símbolo de diversidad. Pero esta plaza, en el ombligo de la ciudad más grande y contaminada del orbe, también es coordenada de tiempos. Sus cuatro costados y varias capas del subsuelo, atravesadas por el metro, cuya construcción vino a redescubrir el Templo Mayor de los Aztecas, presumen una historia compleja y antigua, marcada por inundaciones, terremotos y movimientos armados.
Y, a pesar de toda esta carga política, histórica, social y estética, o quizá por ella, a los artistas nos encanta intervenir este espacio, apropiarnos del espacio público por excelencia. En mis tiempos de estudiante de arte en la Academia de San Carlos, a dos cuadras del Zócalo, con frecuencia lo utilizábamos como arena para enfrentar directamente al público: Una vez invadimos la Plaza de la Constitución disfrazados de nubes y otra dejamos sobre su piso cientos de fotocopias de nuestros rostros con un letrero que decía SE EXPONE, guiando al público hasta la escuela. Desde entonces, hace más de un cuarto de siglo, he visto transitar una gran cantidad de obras efímeras alrededor de la ondeante Bandera Nacional, cuyo tamaño se ha incrementado con los años como si quisiera cubrir la enorme diversidad de conceptos, fantasías, sentimientos que integran nuestra intangible "identidad nacional", hoy tan zarandeada por los procesos de globalización económicos y culturales. Parece ser que sobre este zócalo, el único trabajo artístico que se ha logrado instalar permanentemente es el efímero.
Recuerdo, por ejemplo, las cruces hechas con los más diversos materiales que colocaron medio centenar de artistas en enero de 1998 denunciando la matanza de poco más de cuarenta indígenas en Acteal, Chiapas. En esta protesta artística participaron artistas de varias generaciones, desde un Felipe Ehrenberg, pionero del performance y los no-objetualismos en México, hasta instaladoras jóvenes como Isabel Leñero. Curiosamente, esta pieza no fue tan diferente a la que tiempo antes realizaron los integrantes del Partido de la Revolución Democrática (PRD), el joven partido político encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas, para denunciar que, en un goteo violento y constante, trescientos miembros del partido habían perdido la vida en su afán de abrir las puertas de la democracia. Pero ellos no plantearon su protesta como arte. Aunque el Zócalo no es un espacio de legitimación artística, el hecho de que todo tipo de expresiones políticas, culturales y humanas se acumulen diariamente a su alrededor, permite que la gente se acerque al trabajo artístico sin miedo. Esto, en un contexto con una gran carga simbólica en el que un público heterogéneo entra en contacto con toda una gama de propuestas, de alguna manera hace que la "realidad" sea más real que en otros sitios, convirtiéndolo en un espacio de legitimación social. En otras palabras, todos esos muertos, que para la mayoría de nosotros solo eran letras y palabras en algún periódico, se convirtieron en una presencia real - adquirieron vida- a través de su estancia simbólica en el Zócalo.
También ha habido piezas que se roban el Zócalo, como un video de Francis Alÿs de 1997, presentado en la Primer Salón Nacional de Artes Visuales, Sección Tridimensional (que fue el único, por cierto, por lo que bien hubiera podido llamarse la Bienal del Zócalo), en el que veíamos a varios borregos caminar sin descanso alrededor del asta bandera. Si bien esta pieza puede interpretarse como un comentario negativo sobre el patriotismo barato o la falta de educación política, a otros nos recordó que aún en la ciudad, esta plaza también le pertenece a todos los que viven en el campo: ¿me podrán creer que hubo un plantón de un burro y su dueño que permaneció en el Zócalo durante meses en espera de que le resolvieran algún problema que tenían con sus tierras? Hay espacios en los que la ficción y la realidad compiten con el mismo vigor. Por ello, artistas como Maris Bustamante simplemente con la imaginación nos los cambian: para la IV Bienal de Poesía Visual, la "Dama del Performance", con quien hace años fundé el grupo de arte feminista Polvo de Gallina Negra, propuso alfombrar todo el Zócalo para hacerlo más acogedor.
El Zócalo es punto de partida y destino final. Para el Día Mundial de la Tierra en 1990, vi como Víctor Lerma, en un arranque ecologista, hizo crecer un pequeño bosque desde el Zócalo hasta el Museo de Antropología, imprimiendo árboles sobre el piso con un gran sello de hule de llanta. Por un momento, la plancha asfáltica sedujo a uno de los precursores de la gráfica digital en México. De 1993 recuerdo Serpiente mojada, un performance intenso de Marcos Kurtycz (R.I.P), el papi del performance mexicano, en el que caminó descalzo, con el torso desnudo y manchado de blanco, desde Ex-Teresa: Arte Actual hasta la Plaza de la Constitución. Un mecanismo le permitía ir dejando impresiones de sus pies en color verde sobre el piso. Quizá una de las razones por las que en la década de los noventa se incrementaron los performances en el Zócalo, especialmente aquellos que implican una caminata, se deba a que Ex-Teresa, que es la única institución del gobierno dedicada a las artes no-objetuales, se encuentra a una cuadra de la Plaza de la Constitución.
Pero a veces los artistas hablan de recorridos más distantes. En 1998, el artista tijuanense Marcos Ramírez "Erre" realizó una instalación llamada El Camino de Regreso para marcar las distancias entre Los Ángeles, Tijuana, ciudades intermedias y el DF. Construyó un sobrepiso de módulos cuadrados que delineaban el camino y cuando aún estaba cemento fresco, a manera de códice, dejó las huellas de sus pies descalzos a lo largo del trayecto. Si consideramos que la ciudad de México se fundó cuando los Aztecas, entonces habitantes de Aztlán en el norte del país, abandonaron su tierra en busca de la señal prometida por sus dioses que era un águila parada sobre un nopal devorando a una serpiente y la encontraron precisamente en un islote del inmenso lago del Valle de Tenochtitán situado en lo que hoy es el Zócalo, no es de sorprender que tantos performances revivan la misma estructura arquetípica.
Pero también hay quienes, ante un público totalmente impredecible, se han tendido y despedido sobre el Zócalo. Después de todo, sigue siendo la calle y el artista que la invade debe aprender a caminar a su ritmo. En 1998, Pilar Villela, virulenta defensora del performance callejero, se tiró al suelo toda vendada como momia a esperar que un público indiferente se acercara a brindarle ayuda en una pieza llamada Individuo, mientras que un grupo de albañiles llegó pronto a ofrecer su ayuda a Elvira Santamaría, otra artista treintañera, durante un performance en el que lentamente jalaba por el piso envuelta en una sábana a Eugenia Vargas. Creyeron que la mujer arrastraba a su difuntito y fueron prontos a socorrerla. Y poco antes de morir el artista y promotor Armando Sarignana, vestido de novia, le dio una vuelta triunfal al Zócalo parado sobre un bicitaxi. Todos ellos me han regalado el Zócalo.
Y cuando creía yo que todos los rincones del Zócalo ya habían sido acariciados por los artistas, llegó Rafael Lozano-Hemmer con su Alzado Vectorial y se apropió del cielo. Con sus 18 luces robóticas penetrando el espacio aéreo de acuerdo a los diseños del público y la red que construyó en el espacio virtual, llegó para acompañarnos en el tránsito hacia el nuevo milenio. La noche de la inauguración del proyecto caminé entre la gente que paseaba por el Zócalo. No parecían tener una idea clara sobre lo que eran esas luces que se movían para todos lados, pero se divertían. Y yo me di cuenta, conmovida, que era la primera vez que una obra de arte en el Zócalo me obligaba a voltear hacia arriba.
Curiosamente, el cambio de milenio, además de abrirle las puertas a propuestas sofisticadas, de tecnología de punta como la de Lozano-Hemmer, también reforzó aquellas en las que el artista se enfrenta al público armado casi exclusivamente con su cuerpo y sus ideas. Los eternos contrastes. La noche del 31 de diciembre de 1999, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes también patrocinó a un contingente performanceros para realizar piezas en el Zócalo.
De entrada me sorprendió que el gobierno comisionara performances, que hasta hace poco era un género "alternativo" que sucedía exclusivamente por la terquedad de los artistas. Pero más me sorprendió el valor de los artistas dispuestos a enfrentar a la multitud. Cuando me enteré que habían programado performances para las celebraciones de fin de milenio en el Zócalo y que los artistas no contarían con plataforma, iluminación o sonido y su única protección era una línea marcada sobre el piso de tres metros cuadrados (un espacio verdaderamente virtual), lo primero que se me ocurrió es que se trataba de un complot de las autoridades para terminar de sopetón con este incómodo género artístico.
Pues nada, que al igual que todo el alboroto en torno al tan temido Y2K, en el Zócalo tampoco pasó gran cosa. A las siete de la noche, hora a la que se programaron los performances había tan poca gente, que ni siquiera yo me puse nerviosa. De repente se escuchó un gran alboroto y de distintas esquinas de la Plaza Mayor empezaron a entrar teatreros, bailarines y performanceros. Entre los artistas que desfilaban en zancos o a pié apareció Melquíades Herrera, veterano del performance que se ha inspirado en los merolicos que venden en la calle todo, principalmente ilusiones. Poco más atrás venían Lorena Orozco y Roberto de la Torre, antiguos miembros del grupo 19 Concreto, uno de los más activos de la década de los noventa. El ambiente era tan casero que hasta me acerqué a saludar de besito y preguntarles por donde les tocaba presentarse. Sucedieron tantos eventos simultáneamente, que solo encontré a Katnira Bello encendiendo unas veladoras y a Andrea Ferreyra en su personaje de Chuchita la boxeadora ejercitándose sobre una caminadora portátil vestida de rojo riguroso y sosteniendo un paraguas. También supe que Katia Tirado llegó con agujas de acupuntura y le pidió a la gente que se las clavara. El público aceptó gustoso y después de un rato ella tuvo que abandonar el Zócalo por el dolor y la incomodidad para caminar con tanta aguja ensartada. Me alegra ver que las mujeres artistas se están apropiando de una calle que sigue siendo hostil hacia todo nuestro género.
Como dije antes, el único arte que ha tenido una acogida permanente en el Zócalo es el efímero. Quizá esto se deba a que la densidad de su simbolismo ya no permite más imposiciones. El arte efímero, a diferencia de los ostentosos monumentos de otros rumbos de la ciudad, ha sabido entender que el único impacto que puede tener sobre la realidad es formar parte de esta: integrarse, escuchar, adaptarse al entorno. Hace casi tres años, una de las primeras acciones del gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas, primer miembro de la oposición en intentar dirigir nuestra anárquica ciudad, fue convocar a un concurso para rediseñar el Zócalo. Todos quieren dejar su marca para la posteridad. Hubo ganador y polémica. Hace poco la prensa publicó que estas mejoras no se llevarán a cabo por falta de presupuesto. Aparentemente, el destino del Zócalo, por lo menos hasta que los políticos aprendan la lección del arte, es seguir siendo el zócalo.